03 noviembre, 2010

Fue al caer en la cuenta de que podía saber lo que los otros escribanos anotaban tan sólo con percibir el recorrido de cada pluma sobre el papel cuando supo que debía tener miedo de sí mismo, pues resultó ser poseedor de un don que nadie podría entender y por el cual sería acusado de hechicero. Terrible ironía para alguien que se dedicaba a perpetuar las declaraciones temblorosas de los acusados y que estaba en la cómoda posición de apiadarse de ellos por estar tranquilamente sentado al lado de Sus Excelencias, los jueces clericales. Un peón de la palabra, humilde pero de buena reputación, un servidor del proceso de la erradicación hereje. La acusación en su contra se volvería superlativa al agravársele con el cargo de traición, por pertenecer al propio organismo acusador. Sería señalado como el germen infeccioso e hipócrita al que se debía exterminar cuanto antes Cuando apenas intuía su condición era por reconocer en su hasta entonces apacible interior un espíritu demasiado lírico para el oficio que ejercía. Fue cuando a su mente ocupada en escuchar y escribir venían palabras y composiciones de éstas, demasiado extrañas y tentadoras, que pugnaban por agregarse a su redacción o francamente reemplazarla y dotarla de belleza; empero despojándola de la verdad, lo cual era el elemento precioso y único de su tarea. La primera ocasión en que este fenómeno se suscitó, tuvo lugar en el juicio de una joven, que se adivinaba aún incólume, y que se afirmaba igualmente a sí misma ante la acusación de concubina del Caído. La pluma debía escribir la negación textual cuando repentinamente una voz sin timbre ni resonancia ordenó escribir:
"Todavía guardo mi flor
y la perla en su interior".
En vez acatar la orden la espantó como a un mosquito, que de ahí en adelante prosiguió con su acosadora presencia. Luego se percató de que su oído no se saciaba con las palabras de los acusados y empezaba a alimentarse del cuchicheo de las plumas. Cuando dejó de sorprenderle su sola capacidad de audición descubrió horrorizado que adivinaba cada letra con cada trazo de tinta. El primer momento fue de mortal certeza: pensó que bastaría que alguno de los presentes en la sala se volviera a él para darse cuenta de quién era en verdad. Luego de superada la dosis inicial de terror creyó estar a salvo si nunca dejaba escapar el secreto, como había logrado hacerlo hasta entonces. Pero cuando contenerse se volvió doloroso supo que no resistiría más y que sería descubierto a no ser que hiciera desaparecer su maldición, o a él mismo.
Una noche de benévola privacidad, garabateó febrilmente todo lo que no podía permitirse escribir durante el dictado que tomaba de los condenados, así como todo lo que escuchaba a otros escribir. En la habitación iluminada totalmente pero con cariz mortecino pasó su desvelo hasta haber desahogado su don, que continuaba dándole trabajo conforme avanzaba en el mismo. En un desfallecimiento de cansancio y hartazgo llegó a la cruel noción de que no era suficiente liberar las insistentes ideas que se le agolpaban sin ninguna coherencia ni conexión entre ellas. Salió de su aposento con todos los legajos producidos, dispuesto a incinerarlos y mandar su peligroso contenido a otro mundo, donde nadie pudiera acusarlo por ellos. Y al llegar a la gran explanada central y ver los profundos nubarrones cargados de sangre tuvo un acometimiento más violento que los anteriores y tuvo que seguir escribiendo, desesperado, enloquecido, encima de los últimos espacios del papel y hasta encima del texto. Su esfuerzo fue lamentable: el ímpetu de lo desconocido era más rápido que su brazo que principió a hincharse, con sus venas como enredaderas.
Al otro lado del tiempo, en ese momento, un anciano en un amanecer en los portales se dejó caer sobre su máquina de escribir, en mitad de una epístola, con una insólita hemorragia. Nadie pudo negar que lo que brotó de él era tinta pura.