28 septiembre, 2010

Una Navidad Maravillosa

- Este cuento es en realidad de mi mamá, yo sólo la hice de corrector de estilo. -



Por siempre quedaría en mi mente ese momento en que lo tuve claro. La navidad ya estaba cerca, la gente vaciaba sus bolsillos y sus vidas caminando a toda prisa de un negocio a otro, con esa sensación de exquisito dolor en el corazón, ese sufrimiento delicioso de gastar y gastar como quien no resiste el dinero en las manos ni las ganas de dar a otros cosas que quizás no merecen.

Todos tienen recuerdos bellos de estas épocas, pero para mí significa muchos recuerdos en uno, de las infancias de mis hijos, sus caras inocentes y esperanzadas mientras adoraban al niño Dios, el ver en sus ojos reflejada la fe, como si el espíritu santo fuera una lágrima detenida en sus pupilas que observaban el mundo con facilidad y alegría. Esas son las mejores navidades para mí, los mejores recuerdos.
Sin embargo, a veces es inevitable dar el salto de la infancia de mis tres hijos a la mía.
Cada vez que esta fecha estaba cerca, yo, como todos los niños, me llenaba de ilusiones, como todos, corría a ver qué me había dejado el niño Dios apenas despuntaba el alba del veinticinco de diciembre.

Y de ahí me remonto de nuevo a una navidad, una en especial.
En ese momento específico, la pobreza era agobiante en mi familia, parecía invadir el alma de mis papás y obligarlos a fruncir el ceño, ahora me doy cuenta de cómo era, pero cuando era niña no lo notaba, no me afectaba, era una realidad que asimilaba rápidamente.
Mi casa era muy grande y sombría, parecía como si de las paredes emanara un aliento frío que se reposaba como una niebla, pero había también una luz muy fuerte que no sólo iluminaba todo, también nos daba calor protegiéndonos de las gélidas caricias de la nada. Esa luz era mi madre.

En las calles se podían ver las casas adornadas con luces y en sus interiores había árboles de navidad relucientes y coloridos, las calles eran muy diferentes a como solían ser, sobre todo en las noches, era como si una llovizna de estrellas irisadas hubiese caído silente y súbita, llenando todo de alegres destellos fugaces que se anidaban en el alma, pero mi casa era la triste excepción.
Mi mamá no perdía el optimismo. Ella sabía que al amanecer no habría regalos para nadie y en cierto modo yo también lo sabía, la cara escuálida y amarga de la carencia era demasiado evidente en mi casa, era como un extraño fantasma invisible que no dejaba de recordarnos su presencia con la voz del hambre y la necesidad, pero cuando se es niño, paradójicamente, se es más fuerte y más sabio para resistir su embate.

Mi mamá había planeado una sorpresa para nosotros, en un árbol que estaba en el patio y en cuyas ramas crecían unas cosas redondas con flores – las cuales harían el papel de esferas – empezó a poner pelo de ángel de colores cubriendo casi por completo el follaje, después puso en el suelo una linterna de pilas que mi tío solía traer a la casa, la prendió con la luz apuntando hacia aquel árbol inundado de seda de colores, y con un grito desbordado de alegría nos llamó a mi amiga Blanca, a mis hermanos Norma y Héctor y a mí.

Cuando llegué y vi ese árbol radiante y luminoso en medio de aquel patio donde por lo general sólo había sombras densas, quedé cautivada, fue como contemplar un milagro, como si ese árbol hubiera brotado de una fantasía, como si un arcoiris se hubiera dispersado entre sus ramas dándole vida y alma, fue algo maravilloso.

Mi mamá fue a la cocina a preparar enchiladas y yo me paré junto a ella, confundiendo el calor del fuego con el de su propio cuerpo, mis hermanos menores ya se habían dormido, mi papá se había ido a Guadalajara a pasar estas fechas con sus hermanos, la mayor de mis hermanas, así como mi hermano que le seguía en edad ya no vivían con nosotros, y mis otras dos hermanas estaban en un baile. Así que todo aquel momento se reducía a mi madre y yo en esa cocina distante en el tiempo, donde el ambiente era tibio y el tiempo flotaba silencioso y pausado.

Mi mamá intentaba explicarme que esa navidad no habría regalos, que esa noche no llegaría el niño Dios, su rostro era todo un gesto de preocupación y ternura que se quedó adherido a mi mente hasta estos días, su mirada de una melancolía impotente parecía implorar comprensión, como si su alma hubiera escrito en sus ojos: “entiende, por favor”.

Yo ya sabía que el niño Dios no existía, sabía muy bien que era ella quien compraba los regalos, pero fingía ignorarlo y mi mamá me creía, así que le dije que me iría a dormir y al despertar, como todos los años, ahí estarían mis regalos, nunca habían sido regalos grandes o costosos, pero a mí no me importaba, la alegría de encontrar una caja con mi nombre en la mañana de navidad era siempre la misma, fuera lo que fuera que encontrara.

La noche transcurrió rápida y discreta como un suspiro de amor. Desperté y corrí a buscar mi regalo pero, como se me había advertido, no había nada.
Mi corazón se fue inundando de decepción, como si una tormenta cruel de tristeza cayera sin piedad en la devastada tierra de mi esperanza. Pero toda esa tristeza empezó a desaparecer convirtiéndose en alegría cuando voltee a ver el árbol de navidad que mi mamá había hecho para nosotros y fue entonces cuando me di cuenta de que sí había un regalo, un regalo que nunca había pedido y que era el mejor de todos, un regalo de Dios: mi madre.

27 septiembre, 2010

Llamada telefónica a un noticiero

- ¿Cuál es su problema?
- Se me perdió una pelota, y el niño que jugaba con ella.
- ¿Cómo es la pelota?
- Mediana, color azul, bien inflada. Con un tallón en uno de sus lados.
- Ya escuchó señor televidente, si usted ha visto a un niño que jugaba con una pelota de estas características, no dude en llamarnos.

06 septiembre, 2010

La muerte de Santa Claus

(Este cuento no es mío, sino de Charles Harper, lo comparto porque es buenísimo)

Ha tenido dolores en el pecho
por varias semanas, pero los doctores
no hacen visitas al hogar en el Polo Norte.

Dejó de pagar su seguro médico Blue Cross,
se marea cuando le hacen exámenes de la sangre,
las batas del hospital siempre se le abren, las

salas de espera le causan dolor de estómago, y
de todos modos nada más tiene indigestión, por lo
menos eso pensaba, hasta el día en que al estarles

dando de comer a los renos, sintió como si la mano
de un monstruo le hubiera agarrado el corazón
y no dejara de apretar. No puede respirar, y el

mundo blanco tan hermoso se torna negro,
y cae sobre su panza de gelatina en la nieve
y la Sra. Claus sale corriendo de la fábrica

de juguetes, gritando, y deja a los duendes
frotándose sus manitas nerviosas, y la nariz
de Rudolph se prende y se apaga como una luz de ambulancia

triste, mientras en Houston Texas en una de esas casas en serie,
yo, de 8 años, le digo a mi mamá que los mensos
de la escuela dicen que Santa Claus es pura mentira,

y ella, tomándome la mano, se sienta conmigo en el sofá
de flores moradas, con lágrimas en los ojos,
y con una terrible noticia en la garganta.

02 septiembre, 2010

Velas encendidas

Pero eso es imposible -contestó molesto-. Entiende que estás enfermo y todo eso que nos cuentas no es más que tu imaginación. Nunca fuiste a la guerra, no puedes hacerte invisible cuando cierras los ojos, ni puedes hablar alemán. Nuestra madre no ha muerto y no sabes qué triste se pone cuando insistes que es su fantasma. Ya basta. Es imposible enterrarte en el cielo. Sólo dime, por favor, qué otra cosa quieres de cumpleaños.