30 diciembre, 2017

Lionel Listone



Lionel Listone tenía los ojos café y la piel morena, un poco tostada por el sol. Él era un hombre delgado que gustaba de soñar sin la necesidad de dormir, casi todas las mañanas; soñaba con tener un buen desayuno o con desayunar. Una de sus fascinaciones era leer en el baño, podía pasar dos días haciéndolo en la tina del baño sin que el goteo incesante de la regadera le molestara; leía de todo, desde la teoría de la relatividad hasta los cuentos de Cortázar, sus preferidas eran las que hablaban de poesía y física. Despertaba siempre muy temprano para salir a caminar, hacía ejercicio y luego se iba a una cafetería a tomar agua fría y se adentraba en un libro. Tomaba el camino largo para ir a la cafetería, pasaba por una parada de autobús donde todos los miércoles podía encontrar a una señora de unos setenta años de edad, pintada como si fuera a una fiesta, su vestido era brillante, siempre el mismo, con lentejuelas verdes y un sombrero con perlas de fantasía, o por lo menos eso le parecía ver porque en realidad no prestaba atención a algo que no tuviera letras.

Lionel jugaba a caminar sin pisar las líneas de la calle pero al poco rato se aburría o se deba cuenta de que por ir jugando a eso se desviaba de su destino y lo dejaba para otro día. Cierta mañana se despertó todavía cuando la luna estaba presente en el cenit del cielo, se quedó viendo unos instantes por la ventana y comenzó a contar las estrellas, se separó de la ventana y buscó en el armario, tomó unos tenis verdes talla siete y medio, unos pantalones negros, ya un poco rotos de bastilla por el uso, el cinturón prefirió no usarlo, estaba algo inflamado, la lactosa lo hinchaba y él había cenado cereal, buscó una sudadera y se la puso sin playera de bajo, la sudadera era de gorro sin cierre y también de un color negro pero deslavada. Caminaría hasta que el sol saliera y así podría ir al café y pasar ahí su mañana. Pasaron cinco cuadras cuando comenzó a chispear, se detuvo un poco y miró al cielo, una gota le golpeó la cara, espero un poco más, su pelo se estaba mojando, iniciaba a escurrir de las puntas y a pegarse a su cabeza por el peso del agua, abrió la boca y gotas entraron en ella. El sol salía por el final de esa calle, no había edificio que lo tapara, se iluminaban los edificios con los rayos. Siguió su rumbo al café. El café estaba ya de frente y una enorme de taza lo anunciaba, le salía vapor, siempre quieto directo al techo. Entró y miró todo solo, se dirigió a una mesa junto a la ventana, la luz era buena. Antes de sacar el libro de su sudadera miró a su alrededor, había alguien atrás del mostrador limpiando la máquina del café y un mesero recargado en la barra, fuera de ellos todavía el lugar estaba desierto. Abrió el libro, pasaron un par de horas, la gente llegaba, bebían y se iban, en ocasiones Lionel las miraba y observaba lo que comían. En el fondo de la cafetería había un reloj colgado, su sonido era fuerte, y ya habían pasado un par de horas desde que él había entrado ese día. Puso el libro abierto en la mesa, estaba también compartiendo lugar con el libro un azucarero, lo tomó y dejó caer unos granos de azúcar sobre las páginas del libro, jugó con los granos, los aplastaba y luego recorría otras líneas de su lectura.

Soñó con estar en un capítulo donde dos niños se amaban y él era un charco que lo creían mar. Era señalado por los niños y sus pies con calzado lo pisaban a un costado, sentía los pasos en sus costillas. Dejó el libro a un lado y vio que estaba nuevamente solo en la cafetería. El mesero hablaba con la persona de la barra, tomaban agua y señalaban afuera, seguía la lluvia. Alguien entró y se puso junto a la barra, les habló con la cabeza baja a los empleados y de reojo vio a Lionel. Se escuchó que alguien lloraba, era desde la barra, los empleados tiraban lágrimas, el hombre que había entrado al café les pidió que cerraran el lugar y así lo hicieron. Pusieron llave a la puerta principal y regresaron a su lugar. Lionel se quedó perplejo pero no decía palabra alguna o se movía. El hombre sacó un arma, tomo un banco y la puso a su lado. Pidió un café, le sirvió crema y poca azúcar, lo revolvió y lo probó, agregó más azúcar y les dijo algo a los empleados. El mesero se sentó a su lado y la persona de la barra abrió la caja y le entregó dinero. El hombre tomó el arma con la mano derecha y con la izquierda el café. Golpeó en la cara suavemente al mesero y luego disparó al techo; nadie se movía. Lionel estaba tratando de leer sin prestar importancia a lo sucedido y el hombre del arma se sentó en su mesa. Les llevaron algo de comer, un pastel. Ambos tomaron un tenedor y comieron un poco, Lionel no miraba al hombre y este le dijo: No viste lo que pasó, no has visto ni verás –le dijo con un tono de voz baja y tranquila- ¿entiendes? –Sí entiendo, no veré ni vi algo- respondió cerrando el libro y dejándolo de lado-. El hombre se terminó el café y comió un poco más de pastel, pidió que le abrieran la puerta y le disparó al mesero en la pierna.

La policía llegó al café, la persona de la barra dio cuenta de los hechos y el mesero era atendido en una ambulancia. Un policía se le acercó a Lionel y le preguntó sobre lo que había visto y este respondió: Nada, no puedo ver. –¿Es usted ciego? -Le dijo el policía mirando el libro que ahí tenía a su lado Lionel -¿para qué trae un libro si no puede ver? –Lo tengo porque me gusta oler las hojas, imaginar lo que tienen escritas, el otro día olí con ser un charco que unos niños lo creían mar y me pisaban con sus zapatos. –¿Quiere que lo llevemos a casa? Han herido a una persona aquí y tenemos que cerrar el lugar- Mientras el policía decía eso le ponía la mano en el hombro a Lionel –No gracias, todavía quiero escuchar un poco más el reloj, siempre vengo a escucharlo a estas horas.