14 mayo, 2013

Relato retrospectivo

Voy: desvistiéndome para salir, vistiendo a las mujeres, sacando goles de la portería contraria, quitándoles la caricia del pelo a los animales. Caminando siempre hacia atrás, en sentido contrario a la gente, a contrapaso, a contrapunto en medio de la armonía que desorganizo a mi paso. Desde luego que quisiera ser como los demás y hacerlo todo en el mismo sentido que ellos, seguirles la corriente.
Pero desde que nací, fue evidente que yo era contrario al resto.  El cordón umbilical, el largo popote hacia mi madre y el mundo exterior, salía de la parte baja de mi columna. Nuestro defecto de nacimiento, el ombligo, lo tengo en mi espalda. Por eso mi vida transcurre de reversa. 
No hallo sitio en la aglomeración porque no sé disfrazarme para los demás, ni desvestir mujeres, ni hacer ganar a mi equipo, ni tomar la caricia en vez de recibirla. No puedo ser parte de la sociedad si soy diferente. No puedo ser pieza funcional de este engranaje si ando al revés pues ¿quién caminara conmigo? Ni siquiera el tiempo lo hará porque incluso le llevo la contra a las manecillas del reloj. Soy zurdo no por mi mano izquierda, sino por todas las otras manos derechas que no están de mi lado. A la hora de comer soy igual a cualquier mortal porque el hambre no distingue ni dirección ni flanco. Y ese es mi problema: debo alimentarme y, para eso, encontrar mi lugar en este mundo que se afana en ir siempre hacia adelante.
            Justamente me llaman retrograda. Si quisiera peregrinar de hinojos, mi penitencia empezaría en un templo o capilla y terminaría en mi casa, con mi familia y mis rodillas sanas. No habría pues penitencia. Si decidiera unirme a una marcha de protesta regresaría de la alcaldía o el edificio frente al plantón para estar en mi trabajo. No habría protesta. Si entrara en una competencia de cien metros planos me daría cuenta de que el final es apenas el comienzo.
Y así, en mi marcha a la inversa veo pasar las otras vidas, aspirando todas a lo que para mí ya es inútil. Busco lo mismo que mis semejantes no porque realmente lo quiera, sino para ser como ellos y obtener su aceptación. Pero no son mis semejantes y eso está bien. Ser único en mi especie no implica una existencia solitaria y vergonzosa. Sobre todo al enterarme que cada cual es único en algún aspecto.
Ayer tropecé con una mujer que se disculpó de no verme por ser ciega. Era la primera mujer que no me juraba estar loca y, para mí, genuinamente lo estaba. Y es que las demás siempre me lo decían sin darse cuenta que sólo querían parecer interesantes. La ciega debió pensar lo mismo de mí cuando le confesé mi peculiar defecto, no sin cierto orgullo de mártir. En vez de sorprenderse respondió que ella también tenía el suyo: culparse siempre. 
 Soy único pues, pero como todos. Aquellas mujeres que se ufanan de su locura son como yo, creyéndome tan especial por el hecho de no encontrar a nadie que comparta mi peculiaridad. Todos tenemos nuestra “locura”. Olvidamos que las intimidades de nuestro ser, además de únicas e irrepetibles (individuales), son íntimas, y por lo tanto no se confiesan a cualquiera. Cada uno es consciente de su defecto y lo esconde o lo ventila creyéndose un fenómeno en medio de los “normales”.
Todos con nuestro defecto de nacimiento: el defecto de haber nacido.
Y al fin decidió caminar de espaldas y hacia adelante.