25 diciembre, 2010
Luces y niebla
Se acerca a la ventana, hace círculos con la mano sobre el vidrio empañado. No ha salido el sol, las luces navideñas de los vecinos de enfrente apagan y prenden debilitadas por la neblina, como difusas gotas de arcoiris que flotan en el aire.
Nadie a la vista. Beto se sienta detrás de un sillón, envuelto en un cobertor, bien oculto y más alerta que nunca.
En una de las habitaciones del segundo piso, el papá de Beto despierta. Tarda unos segundos en disipar la marisma del sueño, mira el reloj: seis con treinta y ocho minutos. De un brinco silencioso sale de la cama y con cuidado saca los regalos de arriba del clóset. La prisa lo distrae del frío creciente, después de todo sólo viste unos boxers y una camiseta.
Baja las escaleras lamentando en silencio cada leve crujido de los escalones, comienza a notar el frío que entumece sus piernas y lastima sus pies. Sus dientes tiemblan ligeramente.
Beto escucha pasos. "Es él", piensa. En su estómago crece una emoción que podría vencer cualquier frío. Ahora no sabe qué hacer, si correr al encuentro de Santa o llamar discretamente su atención. Los pasos se oyen más cercanos, la duela del piso cruje cada vez más -aunque no tanto como esperaba, quizás Santa no sea tan gordo como dicen-
Asoma la cabeza por el canto del sillón. Descubre que, no sólo no es tan gordo, sino que es bastante flaco, no lleva un traje rojo, sino boxers y una camiseta, no tiene una barba blanca, sino una de tres días, más bien castaña, y no se llama Santa Claus, sino Ernesto.
Una confusión triste invade la mente de Beto, su mandíbula tiembla de frío e incertidumbre, decide correr a su cuarto, sin embargo, en la azotea se escuchan pasos...
03 noviembre, 2010
28 septiembre, 2010
Una Navidad Maravillosa
Por siempre quedaría en mi mente ese momento en que lo tuve claro. La navidad ya estaba cerca, la gente vaciaba sus bolsillos y sus vidas caminando a toda prisa de un negocio a otro, con esa sensación de exquisito dolor en el corazón, ese sufrimiento delicioso de gastar y gastar como quien no resiste el dinero en las manos ni las ganas de dar a otros cosas que quizás no merecen.
Todos tienen recuerdos bellos de estas épocas, pero para mí significa muchos recuerdos en uno, de las infancias de mis hijos, sus caras inocentes y esperanzadas mientras adoraban al niño Dios, el ver en sus ojos reflejada la fe, como si el espíritu santo fuera una lágrima detenida en sus pupilas que observaban el mundo con facilidad y alegría. Esas son las mejores navidades para mí, los mejores recuerdos.
Sin embargo, a veces es inevitable dar el salto de la infancia de mis tres hijos a la mía.
Cada vez que esta fecha estaba cerca, yo, como todos los niños, me llenaba de ilusiones, como todos, corría a ver qué me había dejado el niño Dios apenas despuntaba el alba del veinticinco de diciembre.
Y de ahí me remonto de nuevo a una navidad, una en especial.
En ese momento específico, la pobreza era agobiante en mi familia, parecía invadir el alma de mis papás y obligarlos a fruncir el ceño, ahora me doy cuenta de cómo era, pero cuando era niña no lo notaba, no me afectaba, era una realidad que asimilaba rápidamente.
Mi casa era muy grande y sombría, parecía como si de las paredes emanara un aliento frío que se reposaba como una niebla, pero había también una luz muy fuerte que no sólo iluminaba todo, también nos daba calor protegiéndonos de las gélidas caricias de la nada. Esa luz era mi madre.
En las calles se podían ver las casas adornadas con luces y en sus interiores había árboles de navidad relucientes y coloridos, las calles eran muy diferentes a como solían ser, sobre todo en las noches, era como si una llovizna de estrellas irisadas hubiese caído silente y súbita, llenando todo de alegres destellos fugaces que se anidaban en el alma, pero mi casa era la triste excepción.
Mi mamá no perdía el optimismo. Ella sabía que al amanecer no habría regalos para nadie y en cierto modo yo también lo sabía, la cara escuálida y amarga de la carencia era demasiado evidente en mi casa, era como un extraño fantasma invisible que no dejaba de recordarnos su presencia con la voz del hambre y la necesidad, pero cuando se es niño, paradójicamente, se es más fuerte y más sabio para resistir su embate.
Mi mamá había planeado una sorpresa para nosotros, en un árbol que estaba en el patio y en cuyas ramas crecían unas cosas redondas con flores – las cuales harían el papel de esferas – empezó a poner pelo de ángel de colores cubriendo casi por completo el follaje, después puso en el suelo una linterna de pilas que mi tío solía traer a la casa, la prendió con la luz apuntando hacia aquel árbol inundado de seda de colores, y con un grito desbordado de alegría nos llamó a mi amiga Blanca, a mis hermanos Norma y Héctor y a mí.
Cuando llegué y vi ese árbol radiante y luminoso en medio de aquel patio donde por lo general sólo había sombras densas, quedé cautivada, fue como contemplar un milagro, como si ese árbol hubiera brotado de una fantasía, como si un arcoiris se hubiera dispersado entre sus ramas dándole vida y alma, fue algo maravilloso.
Mi mamá fue a la cocina a preparar enchiladas y yo me paré junto a ella, confundiendo el calor del fuego con el de su propio cuerpo, mis hermanos menores ya se habían dormido, mi papá se había ido a Guadalajara a pasar estas fechas con sus hermanos, la mayor de mis hermanas, así como mi hermano que le seguía en edad ya no vivían con nosotros, y mis otras dos hermanas estaban en un baile. Así que todo aquel momento se reducía a mi madre y yo en esa cocina distante en el tiempo, donde el ambiente era tibio y el tiempo flotaba silencioso y pausado.
Mi mamá intentaba explicarme que esa navidad no habría regalos, que esa noche no llegaría el niño Dios, su rostro era todo un gesto de preocupación y ternura que se quedó adherido a mi mente hasta estos días, su mirada de una melancolía impotente parecía implorar comprensión, como si su alma hubiera escrito en sus ojos: “entiende, por favor”.
Yo ya sabía que el niño Dios no existía, sabía muy bien que era ella quien compraba los regalos, pero fingía ignorarlo y mi mamá me creía, así que le dije que me iría a dormir y al despertar, como todos los años, ahí estarían mis regalos, nunca habían sido regalos grandes o costosos, pero a mí no me importaba, la alegría de encontrar una caja con mi nombre en la mañana de navidad era siempre la misma, fuera lo que fuera que encontrara.
La noche transcurrió rápida y discreta como un suspiro de amor. Desperté y corrí a buscar mi regalo pero, como se me había advertido, no había nada.
Mi corazón se fue inundando de decepción, como si una tormenta cruel de tristeza cayera sin piedad en la devastada tierra de mi esperanza. Pero toda esa tristeza empezó a desaparecer convirtiéndose en alegría cuando voltee a ver el árbol de navidad que mi mamá había hecho para nosotros y fue entonces cuando me di cuenta de que sí había un regalo, un regalo que nunca había pedido y que era el mejor de todos, un regalo de Dios: mi madre.
27 septiembre, 2010
Llamada telefónica a un noticiero
06 septiembre, 2010
La muerte de Santa Claus
Ha tenido dolores en el pecho
por varias semanas, pero los doctores
no hacen visitas al hogar en el Polo Norte.
Dejó de pagar su seguro médico Blue Cross,
se marea cuando le hacen exámenes de la sangre,
las batas del hospital siempre se le abren, las
salas de espera le causan dolor de estómago, y
de todos modos nada más tiene indigestión, por lo
menos eso pensaba, hasta el día en que al estarles
dando de comer a los renos, sintió como si la mano
de un monstruo le hubiera agarrado el corazón
y no dejara de apretar. No puede respirar, y el
mundo blanco tan hermoso se torna negro,
y cae sobre su panza de gelatina en la nieve
y la Sra. Claus sale corriendo de la fábrica
de juguetes, gritando, y deja a los duendes
frotándose sus manitas nerviosas, y la nariz
de Rudolph se prende y se apaga como una luz de ambulancia
triste, mientras en Houston Texas en una de esas casas en serie,
yo, de 8 años, le digo a mi mamá que los mensos
de la escuela dicen que Santa Claus es pura mentira,
y ella, tomándome la mano, se sienta conmigo en el sofá
de flores moradas, con lágrimas en los ojos,
y con una terrible noticia en la garganta.
02 septiembre, 2010
Velas encendidas
13 agosto, 2010
El viaje
03 agosto, 2010
Drama contado a modo de chiste
Y así, a la mañana siguiente, se levantó el niño más temprano y luego de que salió el señor se fue tras de él. Ya en la tarde regresa el chamaco,¡pálido!. Pero ¡¡Pálido!! Y la doña, nomás de verlo "¡ándale, escúpele pa pronto, dime qué fue lo viste!" Se desapendejó como pudo el dichoso Chepito y se suelta "¡mamá, tenías razón!: mi papá nos quiere cambiar, anduvo todo el día de paseo, fue al cine, a comprar nieves y al final entró en un hotel, pero con eme, y con todo y el carro!" No... la vieja se puso histérica "¡¿con otra mujer?!", gritó ya desquiciada y le dice él "no, mi papá se consiguió otro hijo".
01 agosto, 2010
La búsqueda
23 julio, 2010
Entrelineas del optimismo
20 julio, 2010
Un vaso de leche
16 julio, 2010
Malas Noticias
De cierta forma allá los días son más claros, menos turbios por las multitudes del metro o simplemente por ser anónimo a los ojos de todos. Era magnifico como mi tío Simo que es Massimo de cariño, me tomaba de la mano y caminábamos entre saludos, abrazos y silencios de los amigos y enemigos por la calle. Esa angostita que olvide como se llamaba y que iba de la casa de la moneda hasta la iglesia de San Mauro.
Lo excepcional de esta caminata era su destino; el Bar Campari, taberna de los antiguos donde se jugaba dominó y se hablaba de bandoneones y destellos de bohemia.
Cuando llegábamos al bar, fuere la hora que fuere el cantinero, un caucásico polaco apodado Basette que a falta de espectadores hacía cantaletas de la guerra al tiempo que servía tragos y azotaba animalejos con un trapo.
Todavía recuerdo a su hijo más o menos de mi edad quién siempre estaba en un rincón jugando con las sombras del lugar. Cierto día, aburrido ya de las pláticas de los mayores, me acerque con sigilo y le pregunte su nombre. Me dijo que se llamaba Toto, también le cuestioné el por qué siempre estaba en ese rincón; pero no me dijo nada y me contestó todo lo que quería saber con una sonrisa.
Por eso recuerdo a Toto justo ahora, porque su libertad siempre fue la misma en el viejo oeste de su muro, o en el universo de su rincón. Porque se hacía justicia de niño en cada risa, en cada sombra con forma de perro, de mi alma o de dinosaurio. Olvidándose del dominó y de los cantos locos de la guerra, del olor a tabaco mojado.
Recuerdo y extraño todo eso ahora que me dices que está muerto.
15 julio, 2010
Solamente he venido a matarte.
Prometí que ya no pasaría por aquí, te lo prometí el día en que me saliste de mi vida pero este es el camino de una rutina para mía, sin pensarlo llegué aquí y cuando toqué la puerta no sabía bien lo que hacía, no he venido como en las visitas anteriores, en las cuales nos sentábamos a tomar el té y café, tampoco paseáremos por el lago ni posaré para tus pinturas de arte extremista. Hoy solamente pasé por aquí porque se me antojó matarte.
He decidido que tu vida debe tener fin, te voy a explicar porqué: Últimamente he estado pensando en los sueños que no tienen fin, son como la vida, un eterno sufrir. Bien, eso creí hasta ”que… te ví” ¿te suena cursi? Así me enseñaste a ser y cada vez que lo reconozco me da asco y siento más rencor por ti. Pues por algún tiempo tus besos, aquellos con los que soñaba me hicieron sentir feliz, feliz cómo lo es un perro callejero alimentado por un extraño, feliz como el niño que come un dulce después de una vacuna, feliz como las putas cuando les haz pagado, feliz como el difunto anciano que momentos antes sufría de enfermedades en fase terminal. En fin… Feliz.
Hoy, no me haces feliz. No me haces sonreír. Por ello he decidido matarte, otro día vendré a enterrarte y si tienes suerte te resucitaré.
14 julio, 2010
Cuento infantil o Umbrelio
Todo era obscuridad dentro del contenedor de basura, de repente entra un rayo de luz, alguien abre la puerta y ¡TRASH!, tira un objeto grande, descuidado y flaco, no se sabía qué podía ser porque la puerta se cerró rápidamente, los demás objetos sentían curiosidad por saber qué era, se escuchaban los murmullos de las bolsas usadas y las cajas viejas. Las botellas de vidrio, vacías y rotas, se preguntaban una a otra quién era el nuevo rechazado, un zapato viejo dormía y sus ronquidos eran lo único que se escuchaba en todo el interior de aquel contenedor húmedo, oscuro y frío. El nuevo inquilino se sentía solo, desahuciado, no entendía por qué estaba allí, no se atrevía a hablar, tenía miedo, no podía ver a los demás objetos que le rodeaban, ni siquiera a aquellos sobre los que había caído. Un llanto quedito empezó a oírse a la par de los ronquidos del zapato viejo.
Una camisola vieja y percudida, remendada más de diez veces y sin una de sus mangas, se armó de valor y dijo:
- Oye tú, el nuevo, ¿Podrías identificarte?
El nuevo se asustó un poco más con el tono autoritario de la camisola, tenía ese carácter porque hasta hace no mucho pertenecía a un comandante del ejército. La camisola insistió:
- Dije que te identifiques.
Con una voz muy tímida, gastada y agobiada, el nuevo alcanzó a decir:
- Soy Umbrelio señor, un paraguas.
- Conque Umbrelio ¿eh?, ¿Y ya sabes por qué estás aquí?- preguntó la camisola.
- No señor – dijo Umbrelio con su voz triste – de hecho creo que debe haber un error, la verdad no sé muy bien qué está pasando.
- Ah, pues te voy a explicar – dijo la camisola sin suavizar el tono de su voz- resulta que has dejado de ser útil, aquellos a quienes servías, tu familia, ya no te necesita más, te has convertido en uno de nosotros, en uno de “Los rechazados”.
- ¡No, no puede ser! – respondió asustado Umbrelio – mi familia me quiere mucho, yo creo que deben estar jugando a las escondidas conmigo, ja, ja, siempre están jugando conmigo, no deben tardar en venir por mí... aunque el señor Echeverría nunca jugaba conmigo, y era él quien me traía...
- ¿Lo ves? – agregó la camisola – lo que sucede es que tu vida útil ha terminado, pero no te preocupes, si no estás muy maltratado a lo mejor te vas con el pepenador que ya no debe tardar en venir.
- ¡No, no! – gritó Umbrelio con un miedo muy grande – yo quiero mucho a mi familia, a los niños, a los señores, no puede ser que ya no se acuerden de todo lo que hice por ellos... recuerdo que muchas veces los cubrí de la lluvia, siempre he sido su mejor paraguas, la señora siempre decía que yo era muy elegante y fino, siempre me escogía para llevarme a las fiestas de gala donde me paseaba y lucía como si fuera yo una de sus joyas, caminaba orgullosa llevándome en su mano recorriendo toda la entrada y luego me dejaba en la recepción donde yo permanecía seguro y tranquilo. La señora volteaba a mirarme de vez en cuando para ver si yo seguía ahí, ella me quería mucho, una vez incluso me dio un beso y me dijo: “me salvaste de una empapada terrible...
- Pero eso no tiene nada qué ver, hombre – interrumpió la camisola – mírame a mí, años y años de servir a mi comandante González, heridas de guerra que supe resistir para seguir sirviéndolo, incluso hubo una ocasión en que perdí una de mis mangas por culpa de una mina, después de eso mi comandante González me guardó como trofeo, pero desde que empezó a ir a unas terapias de no se qué, empezó a deshacerse de todo, los rifles, las granadas, las municiones, la gorra, las botas, y ahora me tocó a mí...
- Sí, sí, pero no entiendes – interrumpió ahora Umbrelio – es que a mí me han usado siempre, aun cuando no llueve, cuántas veces los niños me usaron como espada, o rifle, o escudo cuando me abrían, también el abuelo me paseaba en algunas tardes, lluviosas o no, llevándome por los parques y las calles apoyándose en mí, usándome como bastón, y qué decir del señor Echeverría, todavía recuerdo cuando fue a comprarme, cómo me miró con su cara orgullosa y contenta diciendo: “véndame ese negro, por favor”, desde entonces fui su amigo y compañero, me cuidaba muy bien, después de llegar de las calles lluviosas me sacudía con cuidado y me dejaba extendido boca abajo en el garage, y cuando ya estaba seco me cerraba nuevamente y me guardaba en un canasto largo de mimbre que estaba muy cerca de la chimenea, era tan bonito estar cerca del fuego en esas tardes y noches lluviosas y frías... no entiendo qué hago aquí, si me querían tanto.
- ¡Silencio! – gritó la camisola – alguien abre la puerta.
Era el pepenador que había llegado como todas las noches para ver qué le servía, empezó a hurgar entre la basura en busca de cosas útiles para vender o para usar él mismo.
- Botellas, cartón, latas – susurraba el pepenador mientras echaba las cosas a su costal gastado y sucio. En eso encontró al zapato viejo y lo agarró, el zapato despertó desconcertado - ¿Eh?, ¿qué?, ¿qué pasa? – decía el zapato mientras el pepenador se lo probaba en uno de sus pies. – Combina con el otro zapato que me encontré – dijo el pepenador.
Siguió buscando y se encontró a la camisola y se puso muy contento.
- Híjole, esta todavía está buena – dijo el pepenador mientras se la ponía sobre la espalda.
Y finalmente se encontró al paraguas negro, lo cual le dio todavía más emoción.
- ¡Órale! este paraguas está muy bien hecho y se ve bueno todavía -. Y se lo colgó del brazo izquierdo para seguir caminando, cerró el contenedor y caminó rumbo al siguiente, la luz de un relámpago iluminó momentáneamente el horizonte, el trueno consecuente lo estremeció, mientras a sus espaldas se escuchaba el murmullo de la lluvia aproximándose.